Hasta el momento destaco por mis obras coloridas, obstractas y cómo no, en lienzos redondos. Sigo trabajando y enfocándome sobre todo en mi serie The Mind, en la que busco explorar la mente, y hacer un análisis de cómo funciona nuestra cabeza, cómo viajan las ideas, y cómo podemos re-configurarnos para seguir creciendo y haciéndonos quién somos. Me gusta tener la capacidad (y las ganas) de no tener miedo con los colores, de aventurarme con mezclas y de trabajar desde la honestidad más pura y transparente del corazón. Si bien es cierto que la mayoría de las veces que pinto los colores se manifiestan en mi mente sin mucha complicación, esta vez fue diferente. Como cualquiera de nosotros hace normalmente, estaba haciendo scroll down en los reels de Instagram y un video me embobó durante unos 5 minutos: me había topado con el más hermoso atardecer que jamás he visto. Me emocioné con tanta belleza. Tomé una foto a la pantalla para inmortalizar la imagen en mi galería y poder usarla como inspiración para mi siguiente obra.
El momento de sabotage
Todo se ve colorido pero hay momentos de niebla. Cuando terminé la capa de fondo del lienzo vino el momento de plasmar las nubes que vi en el vídeo. Empecé como estaba planeado hasta que me entró un sentimiento de duda: ¿Cómo puedo pintar lo más parecido a la imagen que veo? ¿Se entenderá que son nubes? ¿Entenderán que quiero mostrar un atardecer?
Durante unos largos minutos mi creatividad y ganas bajaron. Incluso quise abortar mi idea. Hasta que hice el esfuerzo de recordar que mi arte no va de copiar de forma realista, o de que el espectador esté del todo claro con lo que ve. Más bien lo que busco es generar sensaciones, que los colores te inviten a sentir o a trasladarte a algún lugar recóndito de tu mente. El significado de lo que ves toma sentido gracias a las experiencias personales de cada persona. Recordé que el valor final de la obra está en la fuerza que le dé al pincel y en la seguridad con la que me enfrente al lienzo.